Buena parte de los medios de comunicación se han hecho eco este fin de semana pasado de una serie de datos que ponen de manifiesto que la llamada «Ley antitabaco» no ha conseguido sus objetivos iniciales.
Entre ellos, el más elocuente es la cifra de 365.354.780 cajetillas vendidas en España durante el pasado mes de marzo, cifra que, dicho sea de paso, no contabiliza el consumo en las Islas Canarias, y que está levemente por debajo del consumo en los meses de noviembre (370 millones) y diciembre (369 millones) de 2005, y muy por encima del mes de octubre (348 millones) de 2005. Si bien es cierto que el consumo bajó en enero  de 2006, el primer mes de la aplicación de la «Ley antitabaco», a los 305 millones de cajetillas, el siguiente mes de febrero la venta mostró claros síntomas de que el nuevo ordenamiento empezaba a naufragar, ascendiendo a los 313 millones de cajetillas vendidas.
Si alguien imagina que estas cifras constituyen para nosotros, los quiosqueros, un motivo de satisfacción, se equivoca. Sin embargo, ello no significa que vayamos a renunciar a recordar a tutti quanti que todo esto ya lo habíamos vaticinado y, para que nadie se escandalice de lo que afirmamos, basta con echarle una ojeada a nuestro almacén de noticias.
Lo dijimos entonces y lo decimos ahora: el espíritu de la «Ley antitabaco» es asumible, lo que no podíamos comprender era cómo los quiosqueros teníamos que convertirnos en el chivo expiatorio de una nueva situación legal que hacía añicos la igualdad de oportunidades y la libertad de comercio para vender un producto que, dicho sea de paso, ni era ni es ilegal. La «Ley antitabaco» se convirtió, de hecho, en una «Ley antiquiosco». El gobierno así lo comprendió y, fruto de una capacidad de rectificación que alabamos en su momento, surgió el Real Decreto-Ley 2/2006, de 10 de febrero.
Las cifras no dejan lugar a dudas: la «Ley antitabaco» no ha disuadido al consumidor. Parece obvio, pues, que lo que se insinuó —y se dijo— sobre la anomalía de la presencia de los quiosqueros en la venta de tabaco carecía de argumentos sólidos.
Desde nuestro punto de vista, la «Ley antitabaco» nacía, además, con dos taras que se han demostrado letales. Por un lado, se hizo de espaldas al sector, puesto que nadie tuvo a bien escuchar a las Asociaciones representativas y eso que las Asociaciones representativas llamaron a las puertas del Parlamento. Por otro, la clase política, a nuestro juicio, votó alegremente una Ley sin que, al parecer, nadie se hubiera tomado la molestia de pulsar la realidad del colectivo de consumidores. Echar la culpa del desaguisado al PSOE, en solitario, es absurdo, puesto que todos los grupos políticos dieron su . Lo que ocurre es que, al margen de sueños y anhelos mal direccionados, lo que mal empieza mal acaba. Y tampoco añaden mucho más las decisiones a la búlgara. Para muestra un botón: hace unos días, en una tertulia vespertina que organiza Radio Nacional de España, el diputado aragonesista José Antonio Labordeta se despachaba contra la «Ley antitabaco», criticando no su espíritu, pero sí la calamitosa aplicación de una ley que, tan sólo unos meses antes, había votado la clase política española en bloque.
Y, ¡ojo!, el verano todavía no ha llegado aunque los termómetros digan lo contrario.